El profesor Armando Chávez Rivera, quien descubrió y publicó el ‘Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba’

El primer diccionario que compiló voces cubanas tuvo un destino increíblemente azaroso: se mantuvo inédito, sobrevivió al menos tres largas travesías marítimas en pleno siglo XIX y terminó reposando anónimamente durante más de un siglo en una biblioteca, entre legajos de papelería sepia.

A 190 años de que el editor y crítico Domingo del Monte anunciara la publicación del Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba, el texto sale a la luz gracias al perseverante trabajo del investigador y periodista cubano Armando Chávez Rivera, profesor titular y director del programa de español de la Universidad Houston-Victoria.

Armando tuvo los primeros indicios de la existencia del manuscrito mientras leía para su tesis doctoral sobre los vínculos del poeta esclavo Juan Francisco Manzano con Del Monte.

El manuscrito del Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba fue elaborado en equipo por integrantes de la Comisión Permanente de Literatura de la Real Sociedad Patriótica de La Habana (posteriormente fue denominada Sociedad Económica de Amigos del País y es conocida por la sigla SEAP). Al frente del equipo estuvo el presbítero y profesor de filosofía Francisco Ruiz, y el resto de los integrantes fueron José del Castillo, José Estévez y Cantal, y Joaquín Santos Suárez. Del Monte fue un colaborador decisivo, tanto por la información que aportó como por haber propiciado ulteriormente la circulación del manuscrito y su conservación.

Desde 1845 no se tenían noticias de cuál había sido su destino. La revisión de numerosos documentos decimonónicos le sirvió de brújula a Armando en su búsqueda del diccionario extraviado, hasta que lo halló en 2012.

El manuscrito consiste en 63 pliegos escritos por ambas caras y contiene unas 700 voces, locuciones y frases, entre ellas palabras del español que fueron revestidas de nuevas acepciones en la isla, así como indigenismos, americanismos, vocablos familiares y despectivos. Tras más de una década de trabajo en el documento original, Armando lo ha publicado por primera vez este año con la editorial Aduana Vieja (Valencia, España), incluyendo un esclarecedor y detallado estudio introductorio.

Aunque somos amigos desde hace muchos años y conversamos sistemáticamente, Armando protegió con celo profesional su investigación. Sólo supe con precisión de su trascendental hallazgo poco antes de que publicara el libro, y después de leerlo hemos conversado algunas horas por teléfono e intercambiado mensajes. Este texto es una compilación de ese largo diálogo entre dos amigos.

Tu trabajo minucioso durante años estuvo dirigido a no sólo descifrar y contextualizar el documento, sino a recomponer el puzle sobre su destino. ¿Por qué no se publicó en 1832, como anunció Del Monte?

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Quedó inédito a raíz de varios incidentes. Uno de los más recordados es que los miembros de la Comisión Permanente de Literatura fraguaron la Academia Cubana de Literatura y esta recibió el respaldo de la reina de España, pero inmediatamente fue abortada por el gobierno colonial. A partir de entonces, Del Monte afianzó su protagonismo organizando tertulias en su hogar, promoviendo la escritura literaria y compartiendo su bien surtida biblioteca.

Mi hipótesis muy concreta es que los proyectos de dicha comisión de literatura y lo que ese grupo estaba tratando de formular en aras de tener una corporación independiente se van al traste por este gran conflicto. Las tensiones en el seno de la SEAP enfrentaron a integrantes con posturas liberales y figuras entregadas a la defensa férrea del poder colonial.

Sin dudas, trabajar en investigar y compilar el léxico propio y exhortar a la creación de obras literarias sobre Cuba acentuaba las distancias entre los nacidos en la isla y los peninsulares. Esas producciones implicaban el riesgo de que se plantearan críticas y se esbozaran formas de emancipación.

Revisando el diccionario, llama la atención la manera en que se definen algunas voces, con gran carga subjetiva, y en algunos casos podría decirse que hasta afectiva, por ejemplo, cuando se describe la cuaba como “árbol que se enciende y da una luz hermosa, aunque esté verde”.

Hay un tono de arraigo y de orgullo por el país. Lo que no me queda claro aún sobre cada miembro del equipo comandado por Francisco Ruiz –tendría que revisar muchos documentos y sumergirme más en esa época– es en qué medida ese sentimiento ya podría estar en cada uno de ellos provocando pugnas interiores respecto a la relación con la metrópoli.

Esas figuras –de diferentes edades, formación y experiencias de vida– probablemente no formaban un grupo homogéneo en cuanto a sus concepciones sobre el poder, pero sí sentían amor por la tierra de nacimiento. Puede ser arduo definir ahora si ese apego era por toda la isla o se centraba en La Habana, las haciendas de las inmediaciones y los territorios prósperos de occidente.

En el manuscrito se siente orgullo por el espacio insular en cuanto a sus recursos naturales, flora y fauna, e incluso por expresiones familiares y humorísticas que reflejan conductas y carácter de la población. Son señales de la existencia de una sociedad con crecientes rasgos de identidad y de intelectuales que ufanamente dan fe de lo autóctono, pese a las tiranteces con gobernantes, censores y personalidades políticas diversas.

Cirilo Villaverde despliega claramente en su literatura costumbrista una voluntad de incluir esas voces típicas de la sociedad cubana. Del Monte también abogaba por eso: estaba a favor de que las voces americanas, como él las llamaba, fueran usadas por los escritores contemporáneos.

¿Podría decirse que el diccionario fue una labor patriótica?

Hay que llevar el adjetivo patriótico al contexto de la época, en que su uso no implicaba necesariamente una ruptura con la condición colonial, ni tampoco una posición de enfrentamiento a la metrópoli.

La SEAP, de donde parte del proyecto del diccionario, comenzó sus labores en enero de 1793. Desde su fundación mantuvo fuertes vínculos con el poder colonial y estuvo integrada por personajes influyentes de la sociedad habanera, algunos nacidos en la isla y otros provenientes de España.

Tuvo entre las prioridades el impulso a la agricultura, la industria, el comercio y la educación. Por tanto, ya aquí vemos que la postura patriótica de esa élite de composición muy diversa se dirigía al progreso de la sociedad local con un sentido pragmático, y sin que ese patriotismo implicara conflicto con la condición colonial, ni con las ligaduras con España. Algunos de los proyectos surgidos de la SEAP eran presentados como contribuciones para que Cuba fuera una mejor colonia y, por ende, que la metrópoli se sintiera orgullosa de la isla. Tal como dijeron algunos personajes de la época: ellos eran ufanos habaneros y a la vez españoles.

Durante mi investigación constaté el afán de varios habaneros de la época de conformar el diccionario como una prueba de amor a la cultura y la literatura, pero simultáneamente como una empresa con provechos muy concretos para el progreso material. Fue un proyecto ejecutado con claro pragmatismo, a la medida de lo que perspicazmente había exhortado el fraile José María Peñalver en 1795 cuando, ante miembros de la flamante Real Sociedad Patriótica habanera, hizo la primera exhortación a ejecutar un diccionario de provincialismos. Así eran denominadas las voces de uso circunscrito a un espacio geográfico determinado, como eran las provincias de España, y Cuba colonial era vista como una de ellas.

¿Qué palabras que todavía usamos hoy te sorprendió hallar en el manuscrito?

Me sorprendió piruja (prostituta), tener la jaba (“conservar restos de los modales inciviles de la gente inculta”), y la definición de butaca, en la cual se tacha la frase “tan perjudicial a la salud. Hoy sólo la usan personas ancianas y achacosas”. Y me sorprendió que en una de las definiciones quedó tachado el posesivo nuestra en referencia a la Isla de Cuba, en lo cual percibo un matiz de precaución política. El equipo que confeccionó el diccionario o luego alguno de ellos hizo esa tachadura, tal vez para evitar un matiz de arraigo muy evidente a la patria, lo cual iba más allá de lo estrictamente necesario para definir una voz. Sin embargo, como el manuscrito pasó por varias manos, ahora resulta imposible determinar quién pudo hacer tachones y otras enmiendas: si fue el grupo de 1831, algún intelectual del entorno de amigos y colaboradores, o tal vez Del Monte, años después, cuando examinó esos folios en París.

Y también hay notables ausencias: no aparecen los términos criollo ni cubano, por ejemplo.

Los intelectuales que participan en la confección del diccionario eran habaneros; ahí se refuerza la idea del provincialismo o de un uso regional de las voces. Se consideraban habaneros, no se autodenominaban cubanos ni criollos, porque esa última palabra tenía un matiz despectivo y no sólo en Cuba. En el manuscrito sí aparece el gentilicio camagüeyano. La gente funcionaba en torno a áreas geográficas de poder. Para ellos, el occidente era La Habana y las inmediaciones, con plantaciones de azúcar en localidades como Güines y Bejucal, al igual que haciendas ubicadas hacia el oeste, por la costa norte, camino al Mariel y Bahía Honda.

¿Cuál es el objetivo de ese apéndice de voces corrompidas para los lectores? ¿Por qué es tan breve en comparación con las voces locales, con apenas unas 200?

Los personajes que confeccionaron el manuscrito agruparon las voces “corrompidas” y al lado anotaron la del español general. Así, dejaron ver cuándo a cada palabra le falta, sobra o cambia una sílaba, vocal o consonante, por ejemplo, culeco por clueco.

En la época, era muy común velar por una supuesta pureza del idioma. Ese apéndice de “voces castellanas corrompidas con las castizas correspondientes” era un recurso didáctico para señalar a la población que estaba pronunciando mal algunos vocablos y los debían corregir. De hecho, Del Monte dice claramente en 1831 que había que atajar que la gente hablara mal.

Había un ansia de expresarse con la norma peninsular, el español aprobado en el diccionario de la Real Academia Española y el utilizado por los grandes escritores de la lengua, porque ese fue el criterio que siguió el primer diccionario de la RAE en el siglo XVIII; o sea, compilar voces cuyo uso hubiese sido constatado en las páginas de un escritor de prestigio, como Cervantes, Quevedo, Góngora, Santa Teresa de Jesús, Calderón de la Barca o Lope de Vega, entre otros.

Tampoco se puede ignorar que, en ese contexto colonial, los nacidos en la isla buscaban medios para probar su valía intelectual y hacer gala del manejo diestro del idioma, tanto de la norma peninsular como del léxico local. Ellos eran criollos cultos y querían exponer que eran profesionales que dominaban el idioma. Los habaneros de la época no podían ocupar muchos puestos en la administración, eran discriminados. Por consiguiente, una de las formas de reivindicarse era exhibir que ellos tenían un dominio perfecto del idioma, de la norma peninsular.

Resulta curioso que el primer diccionario de voces locales que finalmente sale a la luz en Cuba es el Diccionario provincial de voces cubanas de Esteban Pichardo, en 1836, apenas cinco años después de que Del Monte anunciara la publicación del texto que había auspiciado. Sin embargo, Pichardo nunca mencionó el manuscrito de 1831. ¿Por alguna rencilla, quizás?

Pichardo publicó cuatro ediciones de su diccionario, el cual fue mejorando. Asimismo, en cada edición agregó detalles a las páginas introductorias. Sin embargo, nunca dejó indicios que hagan pensar que estaba informado sobre la compilación inédita de 1831. Por ahora, no he encontrado nada en ese sentido.

En realidad, en el siglo XIX habanero había una vida cultural y literaria mucho más inconexa que lo que uno se imagina ahora. Yo creo que no había esa comunicación intensa todo el tiempo, de saber qué estaba haciendo todo el mundo. Estos personajes viajaban y algunos estuvieron sometidos a penurias de todo tipo. Los documentos quedaban incompletos, extraviados o se perdían, como la segunda parte de la autobiografía de Manzano.

Pichardo y Del Monte sostuvieron vínculos estrechos, especialmente en la ciudad de Matanzas, aunque no he encontrado evidencias de que intercambiaran información sobre el proyecto de 1831. Si bien toda la gente notable de esa década no estaba en la tertulia delmontina, entre ellos había una relación de cercanía, de intercambio y ocasionalmente surgía la voluntad de participar en proyectos conjuntos. Yo contemplo a esos personajes como integrantes de una clase social que se relacionaban entre sí en varios niveles, no sólo de intereses literarios, sino también prácticos, debido a sus profesiones, viajes y negocios.

Del Monte sale de Cuba precipitadamente en 1842, a raíz de las tensiones con autoridades coloniales y cuando se caldeaba el escenario que dos años después llevaría a la persecución desatada por la Conspiración de La Escalera; nunca regresó a La Habana como para que estas cuestiones se ventilaran. Sólo vuelve como cadáver, en 1854, un año después del fallecimiento, porque su familia obtuvo permiso del Capitán General para que fuera enterrado en el cementerio Espada, que ya desapareció y estaba cerca de la actual calzada de San Lázaro.

¿Qué pasó entonces con el manuscrito? ¿Se lo llevó Del Monte a Europa al exiliarse en 1842?

El cuñado de Del Monte, José Luis Alfonso, culto aristócrata y uno de los fundadores de la Academia Cubana de Literatura, se lo envía a París en abril de 1845, de acuerdo con los intercambios epistolares entre ambos. Allí el manuscrito fue consultado por el legendario filólogo Vicente Salvá, el gramático español más importante del siglo XIX, con quien Del Monte tenía una estrecha relación epistolar. Salvá lo cita en la introducción de su Nuevo diccionario de la lengua castellana (1846). El rastro del diccionario se pierde ese año, y algunos expertos incluso creyeron que había desaparecido para siempre. Finalmente, yo lo reencontré en una biblioteca, donde ha estado muy bien protegido desde finales del siglo XIX o inicios del XX.

¿Cómo es posible que el documento haya estado asequible durante un siglo sin que nadie lo hallara?

Uno se cree que todo el siglo XIX ha sido estudiado hasta el agotamiento, pero no, hay una tremenda cantidad de lagunas. Existen muchos documentos que deberían volverse a revisar o no han sido bien contextualizados, y de los cuales la gente habla de oídas. Abundan muchos otros durmiendo el sueño de la eternidad, y de los que han sido publicados, algunos a veces no han sido interpretados plenamente.

El informe de Del Monte a la SEAP en 1831 precisa hasta la cantidad de palabras que tenía el manuscrito. Hay pistas muy claras que conocedores de estos temas simplemente han pasado por alto sin darse cuenta.

Pienso que esa etapa de Cuba es muy reveladora de lo que éramos y de lo que íbamos a ser como país y como sociedad. A la vez es muy fascinante, novelesco y laberíntico todo lo que ocurrió en esa época. Fíjate cómo, a causa de la Conspiración de la Escalera, ejecutaron a Plácido, que era un mulato atractivo, encantador, simpático. Lo juzgaron bajo la idea de que era un conspirador peligroso y lo mataron. A Manzano, lo interrogaron en Matanzas, lo encarcelaron e hicieron que regresara caminando una gran distancia hasta La Habana. El régimen colonial español era atroz.

Por último, ¿quieres revelar aquí dónde hallaste el diccionario?

Ese detalle se encuentra en par de líneas del estudio introductorio. Prefiero exhortar a los lectores a que lean esas 130 páginas completas para que puedan enterarse de infinidad de detalles sorprendentes sobre La Habana de la época, sus principales personajes, el influjo que ejercían las publicaciones españolas y los vínculos con intelectuales europeos. Yo concebí esas páginas como una lectura grata para el público general y a la vez de utilidad para los expertos.

En verdad, el origen, los viajes y el destino del manuscrito pueden ser contemplados como alegorías intensas y sugestivas de la Cuba del siglo XIX, sus circunstancias políticas y económicas, así como de los primeros intentos de sus intelectuales de trabajar en equipo, en proyectos novedosos para expresar la identidad de la isla y sus habitantes. No hay dudas de que este diccionario constituye una piedra fundacional de la cultura cubana.

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